William Friedkin

Giulia D’Agnolo Vallan | José Manuel Sande | Schawn Belston

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Huracán Billy
por Giulia D’Agnolo Vallan

Huracán Billy. El apodo (que también da título a un libro sobre su persona, Hurricane Billy) se extendió poco después de que a Hollywood llegase, procedente de Chicago, el William Friedkin que pronto se convertiría, con The French Connection (1971), en el director más joven en ganar un Oscar. A lo largo de su carrera conservó esa aura de genio y alborotador, igual que la característica sonrisa pícara que le iluminaba el rostro cuando pasaba zumbando en escúter por el escenario de su última película, El juicio del motín del Caine; quedaba a las claras que el equipo de rodaje y el reparto, jóvenes actores vestidos con el uniforme de la Marina, sentían un respeto reverencial por «el maestro». Ese día de febrero de 2023 se encontraba también en el plató el suplente de Billy, Guillermo del Toro.

Como dictan las pólizas de seguros de los estudios en el caso de los directores que pasan de determinada edad, Del Toro había accedido a hacerse cargo si Friedkin no podía terminar la película. «No hace falta que esté, pero voy al rodaje todos los días», me contó. «¡Hay muchísimo que aprender!». Resultó que Friedkin concluyó la producción —dos semanas en un plató equipado para sonido, en los Radford Studios— con un día de antelación. Al cabo de un mes, a primeros de marzo, contaba con una versión definitiva.

Conocí a William Friedkin en 2003, cuando me hallaba trabajando en un libro y una gran retrospectiva sobre su obra para el Festival de Cine de Turín, que después viajaría a la Cinemathèque française de París. Debí de ganarme su confianza, porque me abrió sus archivos personales, y también accedió a sacar del garaje y montar las secuencias de la entrevista con Fritz Lang que había realizado para un proyecto sobre la evolución del cine de terror, A Safe Darkness, que nunca se materializó.

A partir de entonces, seguimos en contacto como amigos y tuve el placer de llevar varios de sus filmes al Festival de Cine de Venecia, donde también le concedimos un León de Oro por toda su carrera en el año 2013. Esa noche proyectamos Carga maldita, su film maudit —y una obra maestra—, por restaurar la cual había peleado con dos estudios. Billy, que nunca rehuía un combate, era irreverente por naturaleza y jamás perdió aquella sagacidad ni la actitud directa, sin gilipolleces, que le habían brindado sus años de juventud como judío ruso en los barrios obreros de Chicago. No tenía paciencia con los «hombres de traje» ni los politicastros, y tampoco aguantaba la mediocridad ni los lugares comunes del pensamiento grupal. Ello lo convirtió en una presencia áspera en Hollywood, incluso en los momentos culminantes de su carrera, cuando, inmediatamente después de The French Connection, siguió con El exorcista, adaptación de la novela superventas de William Peter Blatty que Warner Bros., con ciertas reticencias, le permitió dirigir, tras el rechazo que dieron al proyecto Stanley Kubrick y Francis Ford Coppola.

A diferencia de sus colegas del Nuevo Hollywood, no cursó estudios de cinematografía, sino que se inició dirigiendo documentales para televisión; el primero, The People vs. Paul Crump, es famoso por haber salvado a un hombre de la silla eléctrica y ya contenía algunas reconstrucciones audaces y dramáticas que constituían un adelanto no solo de sus intereses poéticos, sino de las composiciones y el estilo de montaje que manifestaría en el futuro. Billy se alejó muy pronto de los documentales. Aun así, aquel primer contacto con lo impredecible de la realidad, casi un peligro, no abandonó su encuadre y es una presencia constante en todos sus «clásicos» —A la caza, Carga maldita, The French Connection, El exorcista, Vivir y morir en Los Ángeles, así como en algunas de mis películas favoritas de entre las demás que hizo: sus dos colaboraciones con el dramaturgo y también nativo de Chicago Tracey Letts, Bug y Killer Joe, y la injustamente vilipendiada Jade.

Billy aplicó su formidable precisión formal, con igual intensidad, a los amplios escenarios de sus filmes de «persecuciones» y a los más reducidos de aquellos rodados en una única estancia, reto que gustaba de aceptar. A su curiosidad por los rincones oscuros del alma humana unió su amor por las artes: el cine, por supuesto, pero también la literatura (Proust era uno de sus escritores favoritos), la pintura y la música. «Hacen falta talento, imaginación y la sensibilidad de captar el espíritu de los tiempos para encontrar un tema que toque la fibra sensible. Lo que le sigo pidiendo a una película —o a una obra de teatro, un cuadro, una novela, una composición musical— es euforia. Quiero que me conmueva y me sorprenda alguna revelación sobre la condición humana», escribió Billy en la introducción a sus memorias, The Friedkin Connection (HarperCollins, 2013). Nunca dejó de buscar esa sensación de euforia. Sus ojos nunca perdieron ese sentido de lo asombroso. También era graciosísimo.

Giulia D’Agnolo Vallan
Sag Harbor (Nueva York)
29 de marzo de 2024

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SHOCK,  SURPRISE, CONFUSION:
por José Manuel Sande

Nada más fallecer el pasado mes de agosto William Friedkin (Chicago, 1935-Bel-Air, Los Angeles, 2023), dos sensaciones, ambas agridulces, parecían alcanzarnos. Una, apelaba a la melancolía de los años de revelación, al descubrimiento del cineasta gourmet de grandes títulos de los 70, edad de oro del Hollywood subversivo y por lo tanto diverso; la otra, más dolorosa, al olvido de la grandeur y nuestras nociones de tiempo y reconocimiento.

Como si pelease contra el anatema que lo había condenado en vida a la marca de los hitos irrepetibles –The French Connection/Contra el imperio de la droga (1971); The Exorcist /El Exorcista (1973)- o como si a uno le llegase la voz de la conciencia de una reencarnación de las tres (certeras) palabras que le adjudicó Adrian Martin a su cine en un (preclaro) texto a modo de obituario para Sight&Sound con las que resumía nuestro estado como espectadores: “shock, surprise, confusion”.

Tres estados en los que el cine de Friedkin, el gran autodidacta del New Hollywood metafóricamente deslumbrado por una proyección de juventud de Ciudadano Kane -pero excelente conocedor del vigor, por ejemplo, del cine europeo y japonés de su tiempo-, nos sumerge. Tres representaciones de un don que hace conservar de modo memorable más títulos y momentos de los que iban a sentenciar los exégetas lapidarios que lo quisieron dar por moribundo después de Sorcerer/Carga maldita (1977), y más tarde aspiraban a grabar una lápida reflejo de sus miradas, impregnadas de dejadez o mala conciencia, con Cruising/A la caza (1980).

En el mes siguiente a su muerte recuperé -con más curiosidad y motivación que rigor espartano o asomo de espíritu sistemático- dieciséis de sus trabajos, incluido alguno que no había visto, como Rampage (1987), un thriller lleno de excesos capaz de transmitir un ambiente malsano y ofrecer, marca de la casa, un inusual trabajo sonoro, o la inspirada versión para televisión de Doce hombres sin piedad (1997). Y otros, como Blue Chips/Ganar de cualquier manera (1992) o Jade (1995), en los que, con sus carencias, permanece el todoterreno perspicaz que absorbe todo, sorteando contenidos lejos de sus mundos de ansiedad o hasta franqueando un libreto delirante de Joe Eszterhas.

Ese carácter malsano, la ambigüedad, la construcción sonora o la brillantez de tantas de sus soluciones visuales sobrepasan esa idea extendida de que Friedkin era una nota a pie de página, una figura del pasado realzada por un par de títulos omnipresentes en la historia del cine, el policiaco oscarizado con dimensión documental The French Connection y los trazos desgarradores que reinventarían el relato de terror, El Exorcista. Bien es cierto que dos filmes populares y virtuosos, dos empeños mayores, en los que el realismo, los antecedentes y la autenticidad -reaviva una premisa suya: “busco la espontaneidad, no la perfección”- lo emparentan con un registro documental, eso sí, minucioso, del que Friedkin siempre sería un sagaz oficiante.

Visitas guiadas por el infierno

Friedkin establece este vínculo documental de modo contundente desde sus propios inicios, con varias piezas televisivas, un trabajo capaz de enmendar la realidad (la conmutación de una pena de muerte), The People vs. Paul Crump (1962), o retratos posteriores no tan conocidos, como Conversation with Fritz Lang (1975), crepuscular y lúcido encuentro con el cineasta alemán, donde la intensidad oral parece revisitar los estilemas y constantes que afectan al cine de ambos.

No es casual que el reconocimiento de la técnica documental para la narración de ficción venga de Z (1969), el legendario filme de Costa-Gavras que lo impresionara, ni que filmase las mejores persecuciones vistas en el cine desde Buster Keaton.

Así, Friedkin abre y cierra la década de los 70 con sendos thrillers ambientados en un New York oscuro. Si The French Connection es una bofetada en forma de buddy movie descarnada, con un antihéroe mucho más real (e infinitamente mejor actor, Gene Hackman) que Harry Callahan, Cruising crece en la polémica -la acusación de retrato violento, banal y estigmatizador por parte de la comunidad gay- para cerrar el período con espectral magnetismo, incluida la excelsa partitura de Jack Nitzsche, esbozando un filme de horror (sección monstruos interiores) planificado a modo de perturbador pesadilla, una propuesta revitalizada por el tiempo.

Y de una década y una costa a otra, de New York a Los Angeles, otra ruptura de moldes. En Live and die in L. A./Vivir y morir en Los Ángeles (1985), el autor le da significado al término neo y reconstruye el cine policial de la machirula era Reagan. Con la imagen (un Robby Müller llegado de París, Texas) y el sonido (banda sonora de Wang Chung) garantizados, un puñado de actores premeditadamente desconocidos -imberbes y pujantes William Petersen y Willem Dafoe- realismo y sofisticación conviven. Retablo de un Los Ángeles frío y tenebroso, brota, junto a Chinatown, Blade Runner, Los Angeles Plays Itself o las lecturas de Mike Davis, como una de las aproximaciones más singulares y perdurables a la histórica urbe.

Quedaban más caminos, del videoclip a la ópera, siempre con la misma energía e implicación, por transitar. Y hasta una evolución personal que convertía a Friedkin no sé si en menos arrollador o más simpático. De vuelta de todo, la arrogancia, con ecos de una cita de Elia Kazan («La arrogancia, aunque disimulada, es la esencia de cada artista»), preludio de sus propias memorias, The Friedkin Connection (2013), un libro que espera (y merece) traducción en nuestro país, comienza a disminuir.

De otra de las frases introductoras de este libro, la que resignifica la lógica de cámara, y de la modestia de producción, surgen, concentradas en buena medida en pequeños espacios y explorando la esencialidad, con energía, humor y carácter testamentario, sendas adaptaciones de obras teatrales de Tracy Letts, Bug (2006) y Killer Joe (2011). Hablamos de comedias negrísimas que, como coda, seguramente indican dos aspectos que funcionan a modo de síntesis vital: ni el éxito precoz o deslumbrante destruyó su talento ni perdería nunca sus maneras expeditivas y valientes.

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Reconocimiento a William Friedkin
por Schawn Belston

Conocí a William Friedkin en 1998, en una sala de proyección del Fox Lot. Yo era un joven ejecutivo sin experiencia de la Fox que estaba aterrado y él, una leyenda de Hollywood. Friedkin iba a acudir a un acto en el que se rendía homenaje a The French Connection y mi trabajo consistía en asegurarme, antes del evento, de que le gustase la copia de la película; me habían advertido de que nunca se había quedado satisfecho con ninguna y de que se comía para almorzar a tipos como yo.

Las advertencias resultaron ser verídicas, pues Friedkin sobrepasó, con mucho, todas las expectativas. Desde la primera nota destacada de la música de los créditos iniciales, soltaba un «¡mecagoen…!», mientras su furia iba en aumento, con cada toma a la que le parecía que le faltaba densidad, al tiempo que yo me afanaba por seguir tomando notas en la oscuridad. Al tercer rollo lo dejamos, porque continuar era hacerle perder el tiempo. Cuando en la sala de proyección se encendieron las luces, me preparé para que me machacase. Él, exasperado, se puso en pie, me pegó un atento repaso y soltó algo como un suspiro. «Tienes que hablar con el laboratorio y ver qué pueden hacer». Así procedí, a él acabó por gustarle la copia y, a lo largo de las décadas posteriores, trabajamos en The French Connection tantas veces que es imposible llevar la cuenta: desde copias a originales para vídeo doméstico, pasando por múltiples restauraciones en formato digital.

Cuando el artista y el archivero están sentados juntos, ellos solos en la oscuridad, con el sonido puesto a bajo volumen y revisando el trabajo, en la sala de proyección puede llegarse tal grado de intimidad entre ellos que casi parece un confesionario. Conservo como oro en paño el recuerdo de aquellos momentos con Billy. No me contó ningún secreto escandaloso, pero, en el transcurso de aquellos años pasados a oscuras, ocurrió algo mejor: se formó una amistad.

Nadie sabía narrar historias como Billy. No le hacía falta moderador y con frecuencia convertía el turno de preguntas que seguía a las proyecciones en un genial monólogo. Se me hace un poco raro estar escribiendo ahora sobre él, porque prefiero la manera en que contaba Billy las cosas. Fuera de recomendaros que veáis sus películas y os sumerjáis en el mundo de Friedkin saltando de enlace en enlace por Internet, ¿qué voy a poder decir sobre él o sobre The French Connection que él mismo no haya dicho?

A nadie va a cogerlo por sorpresa enterarse de que era un perfeccionista, no aguantaba a los imbéciles y odiaba con toda su alma tener la sensación de que le estaban haciendo perder el tiempo. Sabía exactamente lo que quería y se mostraba del todo inflexible a la hora de exigir excelencia. Usaba un lenguaje malsonante y provocador, pero nunca frívolo en su irreverencia. Sus bravatas constituían una máscara tras la que se ocultaba un poeta.

Billy también era un cinéfilo que estaba siempre al corriente tanto de las películas más recientes como del cine clásico de Hollywood y el del resto del mundo. Le encantaba El tesoro de Sierra Madre, que fue probablemente el filme del que más hablamos a lo largo de los años; de hecho, le rinde homenaje en The French Connection cuando, en un momento dado, Popeye y Cloudy bailan como Walter Huston. Aun así, no consideraba que él estuviese a la altura de los directores que eran sus héroes. Su entrevista fílmica con Fritz Lang, que tuvo lugar poco después de que hiciese El exorcista, resulta especialmente fascinante por cómo capta a dos realizadores que se encuentran en extremos opuestos de sus respectivas trayectorias y por cómo prefigura al propio Billy en años posteriores, conectando con la generación de realizadores que venía tras él.

Siempre me sorprendía cuando Billy manifestaba con sinceridad su aspiración de hacer algún día una sola película digna de compararse con sus clásicos favoritos, ya que para mí hizo, como mínimo, nada menos que tres: The French Connection, El exorcista y Carga maldita, por no mencionar A la caza y Killer Joe, entre otras.

Los años pasaron volando y, cuando mi propia carrera profesional dio un giro inesperado, Billy fue una voz que me reconfortó. Se interesaba por mí más o menos todos los meses: me tranquilizaba, se ofrecía a ayudar, hablaba de la última ópera o película que estaba dirigiendo y a veces se ponía a comparar sus grabaciones preferidas de las sinfonías de Beethoven. Me recordaba que no debía dejar que otros me marcasen el camino y con su ejemplo me sirvió de fuente de inspiración para seguir adelante y no romperme la cabeza sin necesidad por culpa de ningún imbécil. Voy a estarle agradecido eternamente por su amistad y su confianza.

Si el cielo tiene cine —y no me imagino que no lo tenga—, no veo la hora de volver a sentarme algún día a su lado en la oscuridad para oír sus historias y que nos pongamos al día de todo lo que ha pasado desde la última vez que nos vimos.

— Schawn Belston (Los Ángeles, abril de 2024)