Una ínfima mutación
1.
¿Qué fue lo que pasó aquella tarde de domingo en París, a finales de los 90? Un shock, provocado por la proyección de Echoes of silence de Peter Emmanuel Goldman, organizada por la revista Trafic en el Jeu de Paume. Entonces se decía que era «la película más rara del mundo», defendida por Mekas, por Godard, prohibida por la censura francesa entre 1967 y 1970, estrenada a escondidas en el verano del 70 y finalmente caída en el olvido. Su título, el más hermoso del mundo, nos hacía soñar. En 1997 llegué incluso a copiar en un pequeño cuaderno las magníficas líneas que le dedicó Jean-Claude Biette en el Cahiers du Cinéma de marzo de 1967; últimos lazos que nos unían a aquella película invisible, de la que yo en aquella época contemplaba la posibilidad de hacer un remake, basándome poco más que en la crítica de Biette: «El orden y el número de secuencias poco parece importar. Cada capítulo o bosquejo se interrumpe a fuerza de durar, las miradas que se intercambian tres muchachas en una pequeña habitación no conducen a nada, manteniendo, latente, un drama que no acaba de eclosionar. A estos seres perdidos en Nueva York, nada les acontece. Nada se resuelve, tan solo se observa una ínfima mutación, y la película avanza por amplificación, como un poema latente, por la suma de las soledades aglutinadas».
Esta soledad «aglutinada» de la que hablaba Biette, todavía la puedo sentir. Me veo de nuevo saliendo de aquella proyección, conmocionado, entrando en el metro. Había en el vagón otros jóvenes cinéfilos, a los que nunca antes había hablado, y entre los que se encontraban algunos futuros cineastas importantes: Serge Bozon, Axelle Roppert, Julien Husson. Nos mirábamos sin hablar, como para marcar con el silencio nuestra pertenencia a una sociedad secreta: la secta de los que habíamos visto Echoes of Silence. La película continuaba ejerciendo su influencia sobre nosotros. Nos hacía escuchar su violencia íntima. Habíamos hecho un voto de silencio.
Todavía puedo escuchar la lluvia que aquella noche golpeaba los cristales del metro aéreo. Calado hasta los huesos, temblando. Me había convertido en ellos. Miguel, Stasia, Viraj, desorientados, caminando enloquecidos por las calles de Greenwich Village, los ojos devorados por la carencia emocional. Tener 20 años es una mierda indescriptible. Y poco importa si el cine nos ha contado siempre lo contrario. De todos modos Echoes of Silence está hecha al margen del cine. Todo quedaba dicho en el primer intertítulo, dibujado a mano por el propio cineasta, a modo de introducción, la página de un diario íntimo, proyectada de repente en una pantalla demasiado grande: «Esta foto es de una casa en el tranquilo barrio de Greenwich Village, en Nueva York. Viví en el apartamento del tercer piso. El segundo piso primero estuvo ocupado por Stasia. Cuando ella se marchó, Miguel se convirtió en el inquilino. Estos nunca se encontraron a pesar de frecuentar los mismos bares y tener algunos amigos en común. Viraj vivía donde podía. En ocasiones visitaba a Stasia. A veces yo los acompañaba con mi cámara. Así es como surgió esta película».
¿La intención? Mantener día a día la crónica de un puñado de jóvenes beatnicks moviéndose en el anonimato vacío de una ciudad-ogro: Nueva York. Nueva York y su concepto enorme de la democracia, es decir, de la multitud. ¿Y qué sería de este concepto de multitud totalmente americano si no estuviera acompañado de toda esa soledad desparramada? Echoes of Silence se niega a ver desaparecer gradualmente los cuerpos y las caras que pasan. Quiere arrancárselos a la multitud que se los traga. Nueva York es una ciudad-vampiro y Miguel deambula por Nueva York como un Nosferatu poético. Tras él, el contrabajo de Charles Mingus palpita, grita.
Unas semanas más tarde, en la Cinemateca Francesa, Jean-Claude Biette mostrará, al final de una conferencia, un cortometraje desconocido de Goldman, Pestilent City, realizado en 1965, algunos meses después de Echoes of Silence. Otro grito de rabia arrojado desde la garganta de Nueva York, filmada como una ciudad inhumana, a cámara lenta y en negativo. Goldman se me aparecía cada vez más como un Murnau chiflado, venido de la noche de los tiempos, trayendo de nuevo los años 60, con la violencia de la cultura joven y la brutalidad del underground, los grandes dilemas entre el cine mudo, el cine de la fuerza de los rostros y de la fotografía, el poder de la imagen inmóvil. Goldman es, al mismo tiempo, un cineasta de la multitud, del deambular, del movimiento, y un cineasta del fotograma, de la imagen que se inmoviliza súbitamente por agotamiento, por condensación de afectos.
2.
Después hizo falta indagar un poco, investigar, averiguar quién era ese tipo, cómo ese cine fuera de las reglas había sido capaz de surgir, casi de la inconsciencia total. Se supo que Peter Emmanuel Goldman se había licenciado en Inglés e Historia en la Universidad de Brown, en Providence. Que en 1960 se fue a París a estudiar Historia en la Sorbona. Que en 1961 se inscribe en Berkeley pero pasa la mayor parte del tiempo en un gimnasio de boxeo. Más tarde se enrolará en un barco hasta Venezuela. A su regreso, su padre le regalará una cámara de Súper 8. En 1962 vuelve a París y escribe sobre arte en el Paris Herald Tribune. A finales de 1962, de nuevo en Nueva York, comparte un apartamento en Greenwich Village. Compra una Bolex de 16mm a manivela y comienza a filmar a muchachas y a muchachos, anónimos o amigos, que pasan por ese apartamento. Es así como nace Echoes of Silence.
La película, obsoleta, no cuesta más que 50 centavos la unidad. Miguel, el protagonista, al principio estaba como técnico de iluminación. El montaje se hace por la noche, la música se saca de los discos esparcidos por el apartamento: Le Sacre du Printemps de Stravinsky, Seymon Kotko Suite de Prokofiev, Haitian Fight Song de Charles Mingus. Susan Sontag ve la película al principio de 1965 y se entusiasma. Goldman proyecta la película en el Soho, en las sesiones nocturnas del Film-Makers Coop, Jonas Mekas escribe sobre Echoes of Silence en el Village Voice y la película es seleccionada en el festival de Pésaro en Italia, vivero del «cine joven».
Se estrena en salas en Nueva York, con una copia en 35mm. El estreno francés es prohibido por la censura. Italia también censurará la película. Goldman también rueda en 1964-65 algunos cortos aparentemente perdidos: Recommended by Duncan Hines, o Night Crawlers. Tan solo se salva Pestilent City, rodada en la calle 42 y en Time Square. En 1965, Goldman realiza por 10.000 dólares The Sensualists, una película erótica que le encarga Stanley Borden, productor de películas destinadas a las salas de la calle 42. De la película no quedan hoy más que algunos fragmentos. Goldman se casa con una joven danesa, Birgit Nielsen, que aparece en su tercer largometraje, Wheel of ashes, filmado en París entre 1967 y 1968 con la ayuda de una beca que obtiene gracias a Jean-Luc Godard. La película, rodada en siete semanas, con Pierre Clémenti en el papel principal, evidencia una crisis mística. Clémenti, que como muchos franceses de la época no habla inglés, entiende el título de una manera completamente diferente: «We Love Haschisch».
3.
Sol frío. París 1968 iluminada por una luz gelatinosa, vía láctea pavimentada de chicas y de espectros. El hombre que camina es el hermano del hombre que duerme. Su sonambulismo letárgico, su deambular paranoico está obstaculizado por las visiones: visiones de divinidades, de piernas ceñidas en fundas de cuero. Los años 60 descubrían las minifaldas y las botas altas. Caminar por la calle volvía a tener sentido. Entonces él camina con los ojos bien abiertos, anonadado. «Pero huelo la primavera.Y con la primavera huelo a las mujeres». Frecuenta los cafés hasta que el amor le inunda. Él camina, camina, llevando su soledad hasta el extremo más duro. Caminar, tropezando con los fantasmas de la ciudad, aprender la primera lección: el caminante, el vagabundo, el drogadicto, el místico, el loco, son los estados avanzados de una misma revelación. Por lo tanto él camina, en abstinencia, en un estado supernaturalista, esperando en los parques, como un ángel exterminado, descarnado, paseando su mirada por los escaparates de las tiendas de Saint-Germain, deambulando por los Cinéacs , por los Peep-Show, sumido en los vapores bohemios de la librería Shakespeare & Compagnie. Entra en un cine: están pasando Paranoia, de Adriaan Ditvoorst, la chica de al lado lleva minifalda –distracción y tentación. Su camino finaliza en un burdel de la calle Saint-Denis, amor a cien francos.
Wheel of Ashes es el diario íntimo de un americano perdido en París, Peter Emmanuel Goldman y su doble Pierre Clémenti, aprendiendo a convertirse en «el hombre verdadero», buscando la elevación. «Dicen que me alejo de la realidad, pero la única realidad que conozco es el caos».
En Echoes of Silence, Peter Emmanuel Goldman resume Nueva York en una serie de silencios aislados. En Wheel of Ashes busca el amor, comienza su crisis mística, filma el estancamiento en una habitación de hotel en la Bastilla. La rueda se llena de cenizas a medida que la bobina de la película gira y se consume. ¿Vendrá el Ángel? ¿Y la mujer? ¿Y el niño? Nacido de nuevo, ¿alcanzará la iluminación?.
4.
Tras esta crisis, Peter Emanuel Goldman vivirá primero en un ashram en Francia, y partirá después hacia Dinamarca e Israel. Nunca más volvió a hacer películas.
Philippe Azoury