Luigi Di Gianni cree en el poder del cine. Este es el espíritu, trágico y canalla, que siempre lo ha poseído. Y que hace de sus películas una experiencia difícil de olvidar con rapidez. Es un espíritu insinuante, que acaba deleitando y atormentando incluso al espectador, en un principio ajeno a él. Tiene tentáculos multiformes e imprevisibles, que escapan a la seguridad de las clasificaciones. Cada vez que se intenta aventurar una definición, uno tiene la sospecha de estar cayendo en el reduccionismo, como si siempre se escapara algo.
Empezando por una pregunta inevitable, por tediosa que parezca: ¿podemos contentarnos con hablar, en su caso, de cine documental? Di Gianni, si se le preguntara, respondería sin duda con un no perentorio, por motivos de peso. El suyo es un cine decididamente autoral. Está atravesado por tensiones culturales e intelectuales que abarcan la literatura, la música, la filosofía y el gran cine. Viene sostenido por un deseo, a veces insatisfecho, de control de los ritmos, las atmósferas, los sonidos, las luces, los movimientos… Sobre todo, lo impulsa la convicción de que el cine es un instrumento expresivo que nos ofrece una visión (virada a negro) del hombre y del mundo. Y, sin embargo, es evidente que pocos cineastas han sido capaces de documentar con tanta profundidad algunos de los aspectos más sorprendentes, desgarradores e inquietantes de nuestra sociedad, sobre todo aquellos que hunden sus raíces en las atávicas miserias del Sur, como trazando los pliegues profundos de un «antimilagro» italiano. Hagamos una conjetura. Di Gianni saca a la luz lo que en otros lugares tendemos a barrer bajo la alfombra de la racionalidad y la respetabilidad, pero que, inexorablemente, está ahí debajo, haciendo presión: su cine es la documentación de una represión social.
Sigamos con el hilo de las aparentes contradicciones. Di Gianni es un director apolítico, no cree en el progreso (prefiere el laberinto infinito), tiende a situarse del lado de la Historia. Pero, al mismo tiempo, ante sus películas se percibe un grito de rebelión, un amor por los últimos; en definitiva, una tensión ética y civil que a menudo falta en aquellos directores cuyo objetivo primordial es cambiar el mundo. Una vez más: los personajes de sus películas parecen inexorablemente envueltos en un manto trágico, y, sin embargo, nos sorprendemos, en ciertos momentos, mofándonos de un inesperado giro grotesco. Armados de presunción cívica, estamos tentados a indignarnos ante manifestaciones que parecen precipitarse en abismos de ignorancia y atraso, pero, al mismo tiempo, es difícil encontrar cineastas que se sitúen con más respeto ante el mundo que deciden representar, rehuyendo toda tentación de juzgar. ¿Y queremos llamar a su cine «etnográfico»? Claro, es uno de sus maestros indiscutibles. Lástima que sea el primero en negarlo enérgicamente, afirmando que sus películas, en realidad, hablan de otra cosa.
No es de extrañar que el cine de Di Gianni sea, no solo en el panorama italiano, un objeto magníficamente aislado (así lo demuestra también, de manera inequívoca, su único largometraje, Il tempo dell’inizio, una especie de pesadilla a cámara lenta, ajena y escurridiza). Quizá también sea esta una de las razones de su encanto, inalterable al paso del tiempo. La recuperación de sus películas nos parecía, simplemente, necesaria.
Andrea Meneghelli