Retratos caleidoscópicos
por Boyd van Hoeij
¿Qué podría llevar a un fotógrafo a hacerse realizador? O, más en concreto, ¿qué podría llevar a un fotógrafo famoso, autor de imágenes comerciales de humanos casi perfectos impresas en papel satinado, a hacerse documentalista, esa persona que documenta la realidad, con toda su belleza, ciertamente, pero también con todas sus incongruencias, sus desagradables verdades y las cicatrices causadas por los duros golpes de la vida?
En el caso del fotógrafo y cineasta estadounidense Bruce Weber, la respuesta a esta pregunta resulta fascinante y compleja. En tan solo un puñado de largometrajes documentales, Weber no únicamente ha convertido su obra cinemática en una extensión de sus intereses temáticos y estéticos como fotógrafo —es imposible confundir sus filmes con los de nadie más, incluso si uno solo conoce su obra fotográfica—, sino que, al mismo tiempo, ha ampliado en gran medida el ámbito de sus empresas artísticas.
Las películas, que, en comparación con las fotografías, conllevan las ventajas añadidas del tiempo, el movimiento y el sonido, le han permitido a Weber investigar con mucha más exhaustividad unos temas que ya estaban presentes en su obra gráfica, como es el caso de la masculinidad estadounidense. Sin duda, podría argumentarse que los filmes factuales constituyen la expresión más íntima y completa de la visión del mundo que tiene él como artista. En ellos existe mucha belleza, pero se trata de una belleza exaltada porque, en tanto que documentalista, Weber dispone también de margen para estudiar el dolor, la congoja y las complejidades de las bellezas que expone.
Broken Noses, de 1987, el primer largometraje documental que hizo, es un análisis de Andy Minsker, antiguo campeón de boxeo que gestiona en Oregón un club del mismo deporte dirigido a jóvenes dotados de talento y potencial. Resultan inmediatamente reconocibles algunos de los sellos distintivos de las icónicas fotografías de Weber; para empezar, la mayor parte del filme se desarrolla en un blanco y negro granulado y brillante y, de una forma muy parecida a lo que ocurre con el trabajo fotográfico que el autor elaboró para marcas también icónicas como Calvin Klein y Abercrombie & Fitch, la cinta se deleita sin reparo en la belleza masculina hasta el punto de llegar al homoerotismo; de hecho, Minsker se pasa casi toda la película sin camisa. Desde luego, si a uno le coincidiese coger un fragmento cualquiera de Broken Noses al cambiar de canal, se le perdonaría que pensase que se trataba de alguna clase de anuncio de formato extenso.
Pero Minsker, aun siendo ancho de pecho, de mandíbula fuerte y de buena condición física, no constituye el modelo masculino típico que uno pueda imaginarse. Se trata de un hombre cuya vida ha transcurrido entre palizas y hematomas, y no solo físicos. El eje del largometraje viene dado por una conversación entre Andy y su viejo, que también es antiguo boxador, durante la que hablan de la que probablemente fuese la mayor decepción que se ha llevado el primero en toda su existencia: no llegar a las Olimpiadas de 1984, tal vez por la política racial. Dado que a su padre, de joven, no le habían permitido viajar al extranjero a competir, existe cierto sentido trágico de una historia que se repite, sentido que cristaliza en solo una conversación y que indica que estos hombres, de origen modestísimo, literalmente han luchado por intentar alcanzar una vida mejor, pero han fracasado. Incluso así, también Andy sigue transmitiéndoles su pasión a los chavales que se apuntan al club de boxeo.
Esta manera de profundizar en el punto donde se cruzan la sociedad estadounidense, la masculinidad, el orgullo y el destino es casi imposible de apuntar en una fotografía sola (y tampoco siquiera en un álbum). Weber sabe bien que no debe intentar estetizar este momento en concreto; la conversación probablemente sea la toma más simple de todo el filme, pero tal sobriedad, a su vez, eleva los pasajes más líricos que se observan en otras partes, lo cual indica que esta belleza también forma parte de la vida de los que luchan, siempre que uno sepa buscarla. Lo que al cabo surge de aquí es el retrato plurifacético de un hombre que se encuentra inmerso en el arco de la historia, el intricado tejido social y una serie de ideas complejas sobre la masculinidad, el talento, la oportunidad y la suerte.
En la película de más fama de Weber, Let’s Get Lost, de 1988, se indaga en la vida del trompetista y cantante de jazz Chet Baker, mientras que en su documental más reciente, Nice Girls Don’t Stay for Breakfast, se hace lo propio con la del actor y cantante ocasional Robert Mitchum. En ambas cintas, los protagonistas salen, claramente, mucho mejor parados que Minsker, pero eso no los vuelve menos complejos; si acaso, en las dos se hace patente que ser famoso conlleva toda una serie de oportunidades, pero también dificultades.
La lucha de Baker contra sus adicciones y lo complicados que fueron los últimos años de su vida se ponen en contraste con otras versiones más tempranas del personaje, el chico de oro del jazz, con su aire a James Dean, que tenía por delante lo que parecía ser un futuro muy prometedor. En la edición del filme, tanto en el interior de las secuencias como en lo referido a la narración en general, se percibe una fuerte inspiración jazzística, con riffs y notas que le confieren calidez a la atmósfera y que realzan el ritmo de principo a fin.
El mismo tipo de edición se lleva a cabo con la historia de Mitchum, cuyo apogeo como actor se contrasta con material en el que aparece él filmado en sus últimos años, antes de su fallecimiento, con la diferencia de que las imágenes de algunos de sus papeles cinematográficos más famosos aparecen ensambladas con objeto de analizar también las muchas y complicadas facetas de su carácter. En esta manera caleidoscópica de abordar la realización de documentales se tiene en cuenta la realidad de la persona a distintas edades casi simultáneamente: los hombres retratados existen en tanto que yo pasado, presente y futuro al mismo tiempo, igual que el inimitable estilo de Weber está vinculado de forma ostensible a los recuerdos que tenemos de las décadas de 1980 y 1990, a pesar de que muchos de los elementos de que se vale —fotografía y cinematografía en blanco y negro, música de jazz— hundan sus raíces en períodos históricos anteriores.
La perspectiva caleidoscópica que es tan típica de la obra factual de Weber llega incluso más allá del mero empleo de material grabado en épocas diferentes. En toda su filmografía ensarta tomas y sonidos cargados de melancolía que por sí solos no quieren decir mucho pero que, en el contexto de la obra, evocan sensaciones y lugares de distintos tipos. Sus documentales no son biografías que contengan hechos a secas, sino, más bien, audaces evocaciones jazzísticas de personas que intentan transmitir lo que sentían y lo que les hicieron sentir a otras; obras que versan sobre la inesperada trayectoria vital de esta gente y sobre lo pluridimensional e incluso contradictorio de su persona. Y, como da a entender Weber, no solo a través de sus altibajos, sino también a causa de ellos, había belleza en la vida de todos.