La primera noticia que tuvimos de Artavazd Pelechian fue a través del artículo que el crítico francés Serge Daney publicó en Libération en 1983, tras un viaje a la Armenia soviética. Digo «tuvimos» porque el texto de Daney fue como un anuncio a la ciudad y al imperio, urbi et orbi, como las proclamas de los emperadores romanos: «En Armenia –decía- he descubierto un eslabón perdido de la verdadera historia del cine». Que fuera en Armenia añadía pedigrí arqueológico al hallazgo. A las faldas del Monte Ararat, donde otros expedicionarios europeos decían haber encontrado restos del arca de Noé; allí donde las culturas del Cáucaso, en el mar Negro, eran el «mismo libro en que aprendieron los primeros hombres» (Nadesha Mandelstam); allí donde Sergei Paradjanov intentó refugiarse del gran hermano soviético, allí descubrió Daney a Pelechian.
Las películas de Pelechian comenzaron a verse fuera del perímetro de influencia soviética a partir de 1988, fecha de la retrospectiva conjunta con Sergei Paradjanov que tuvo lugar en el festival de Ámsterdam. Al año siguiente llegaron a Nyon y a la sección Panorama de Berlín. Una fría noche de primavera, el director del festival de Nyon proyectó para Jean-Luc Godard y Anne-Marie Miéville las copias un tanto clandestinas, «a la manera soviética», que había realizado de sus películas. A raíz de aquella sesión, Godard fijó para la posteridad la idea de que el cine de Pelechian era «un lenguaje anterior a Babel», dando a entender que para describir al cineasta armenio sólo valían los tiempos de la geología o el mito, no los ritmos de los hombres ni, por supuesto, de la historia del cine. Su cine traía la noticia de algo tremendamente lejano (algo emocional, un sentimiento) difícil de aprehender, incluso de descifrar. En el número de septiembre de 1990 de Cahiers du Cinéma, dedicado al cine soviético, el nombre de Pelechian aparecía ya junto a los de Klimov, Shepitko, Tarkovski, Paradjanov, Sokurov o Muratova en el panteón de los grandes cineastas soviéticos de la modernidad. Al año siguiente desaparecería la URSS.
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Las palabras más hermosas que se han escrito sobre la obra de Artavazd Pelechian parecen dichas por arqueólogos o astrónomos, a veces por profetas, no por críticos o cineastas.
El «eslabón perdido» al que se refería Daney tenía una primera interpretación histórico-crítica, vinculada con la suerte de la vanguardia ruso-soviética tras la instauración oficial del Realismo Socialista a comienzos de la década de los años treinta. Hasta Pelechian, resultaba especialmente llamativo que, mientras que en Occidente las vanguardias cinematográficas de los sesenta, especialmente la estadounidense, habían rehabilitado al gran heterodoxo Dziga Vertov (el inventor del Cine-Ojo, de la percepción en la materia, del intervalo, del cuerpo del cineasta), en la URSS, sin embargo, su figura parecía no haber dejado rastro alguno. No era un asunto fácil de resolver, teniendo en cuenta la oscuridad del largo periodo estalinista.
Pelechian irrumpe en la escena soviética, a finales de la década de los sesenta, con un «como decíamos ayer…» que restaura las grandes figuraciones de la escuela de montaje soviético, especialmente de Vertov, pero con un aliento paisajístico que remite directamente a Dovzhenko y al último Eisenstein. Fruto de ese empeño es su texto Montaje Distancia o Teoría de la distancia, que publicó en 1973. También por estas aportaciones teóricas, Pelechian ayudó a conectar las redes secundarias y alternativas del cine ruso, algunos de cuyos caminos parecían intransitados desde cuarenta años atrás.
En todo caso, la trascendencia de su obra no se sustenta sólo en la reconstrucción de los puentes dinamitados del cine ruso-soviético, sino en su misterioso y fascinante engarce con sus contemporáneos no soviéticos. El cineasta armenio se incorpora, sin saberlo, a la comunidad de iguales desconocidos que en ese tiempo reflexionan sobre la fisicidad del cine, sobre su realismo in praesentia, sobre sus valores rítmicos y sinestésicos. Pelechian trabaja con distancia irónica respecto a la supuesta verdad documental, proyecta una segunda lectura sobre los materiales de archivo, contempla la posibilidad de su repetición e inversión a la manera estructuralista, propone una reflexión sobre la poesía de la ciencia y la antiutopía del progreso, regenera la mirada al paisaje… De todas estas estrategias brotan vínculos insospechados con cineastas aparentemente tan ajenos como Michael Snow, Bruce Conner, Peter Kubelka o Chris Marker. Paul Virilio colocó su mediometraje Nas vek/ Mer dare (Our Century) en el centro de la exposición Ce qui arrive…, que acogió la Fondation Cartier en 2002, en la que el filósofo exponía su teoría de la catástrofe. Our Century se convertía en ese contexto en un poderoso sol negro, como un nuevo Cuadrado negro de Malevich, que proyectaba una luz cegadora, crítica y desencantada, sobre el siglo del progreso.
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La teoría del Montaje-Distancia es el arte de la fuga. Lo es de una manera evocativa, por la vinculación de sus planteamientos técnicos con el lenguaje musical. Las películas de Pelechian crecen a partir de motivos conductores, de un tema y sus variaciones, haciendo uso de la repetición y la involución, de la suma de voces melódicas que se van exponiendo de forma escalonada, y del efecto contrapuntístico (piénsese, por ejemplo, en el arranque del Offertorio del Réquiem de Verdi que suena reiteradamente en Vychod/Zin/Life).
Pero además, su cine es el arte de la fuga también de una manera literal, porque el Montaje-Distancia que imagina Pelechian no es una teoría sobre cómo unir planos, sino sobre cómo dejarlos marchar. Sobre la fuga de imágenes. «La originalidad de la teoría del Montaje-Distancia – explicaba el propio cineasta- descansa en lo siguiente: a diferencia del montaje de Kuleshov o Eisenstein, que disponían dos imágenes juntas para crear significado, yo trato de mantener las dos imágenes que crean sentido separadas una de otra; el Montaje-Distancia tensa la relación entre ellas y hace que dialoguen a través de la secuencia de planos que las separan».i
Pelechian entiende que la naturaleza no monta en continuidad, ni sobre los principios de choque ni con intención o efecto narrativo: la naturaleza es un constante adiós, una despedida permanente en la que cada plano, cada imagen, cada instante, se distancia del siguiente hasta un encuentro seguro pero indeterminado en el futuro. Emerge así la cosmo-poética de Pelechian, tal y como la llamó François Niney, resultado de entrelazar los ritmos de la naturaleza y de la historia, los dos polos míticos que vertebran su filmografía. El primero es una proyección cultural, estimulada por cierta clase de fe, que transita por las vías del tiempo lineal hacia la redención o la utopía (no siempre política). El segundo es un eco ancestral que remite a la circularidad del tiempo y al retorno constante a la naturaleza, naturaleza no indiferente al ser humano. El díptico con el que se cierra (siempre provisionalmente) su filmografía responde precisamente a esta doble grafía: línea y círculo sobre el plano. Konec /End es la línea; Vychod/Zin/Life, el círculo: los dos ritmos del mundo.
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Dicho esto, volvamos a Daney. La mención al «eslabón perdido» era también una manera de identificar un sentimiento de vacío vinculado a la educación sentimental procurada por las películas. La obra de Pelechian señalaba una amputación emocional en el ámbito más secreto del espectador, una carencia en la forma aprendida de ver, sentir, vivir el cine. ¿Por qué ante la obra de Pelechian el espectador experimenta cierta clase de exceso inaprensible, como si no tuviera desarrollado el órgano con el que asimilar la reminiscencia lejana que arrastran sus imágenes? Es un sentimiento de orfandad sensorial, como si su lenguaje, efectivamente, fuera anterior a Babel. Lo dijo Godard: es como si el cine de Pelechian nos trajera noticias de un lenguaje olvidado, de un habla (de un cine) que conocimos en algún tiempo remoto pero que ya, por circunstancias oscuras, lo hemos olvidado.
¿Alguna vez fuimos los pastores de Armenia? ¿Alguna vez nos jugamos la vida diariamente por una oveja descarriada? ¿En algún tiempo existió entre nosotros tal indiferenciación con la naturaleza?
La respuesta es sí. Entonces, ¿es así como duele ese olvido del lenguaje anterior a Babel? Ciertamente: así es el cine de Pelechian. Cuando Ósip Mandesltam visitó Armenia en 1930 escribió: «He desarrollado un sexto sentido, araratiano: el sentido de atracción por la montaña. Ahora, me lleve donde me lleve el destino, va conmigo y ya no me abandonará»ii. Tal fue el eslabón emocional encontrado también por Daney.
i Entrevista con Pelechian incluida en el catálogo de la segunda Bienal Europea de Cine Documental, Marsella, junio 1991.
ii Mandelstam, Osip, Armenia en prosa y en verso, Acantilado, Madrid, 2011, pág. 84.