A CAMPOS LO QUE ES DE CAMPOS
La obra cinematográfica de António Campos (Leiria, 1922-1999) llega al año del centenario del nacimiento del autor todavía perseguida por una injusta falta de reconocimiento. Es una isla aparte en la isla que es el cine portugués. Nunca se afilió a asociaciones y movimientos. Nunca compartió luchas y trincheras, a pesar de que sus películas fuesen en sí mismas un combate. Empezó dedicándose al teatro aficionado en Leiria y en «cineasta aficionado» se convirtió, con una cámara de 8 mm comprada a plazos. En su obra, bastante más extensa de lo que muchos creen (realizó casi cincuenta películas, muchas de ellas por encargo institucional) y de la que esta edición del Play-Doc muestra los pilares esenciales, fue filmando la vida del campo y la gente como Campos construyó su trayectoria artística. Y la construyó prácticamente solo, lejos de los centros urbanos y de sus modas, lejos de apoyos financieros del Estado, de los que no se beneficiaría hasta una fase avanzada de su obra. Los directores de cine portugueses en activo a finales de los años 50 ignoraban lo que Campos estaba haciendo en Leiria con pocos o ningún medio, en un sistema de autoproducción. Se salvaron la admiración por sus primeras películas mostrada inmediatamente por Manoel de Oliveira y el apoyo entusiasta —que en un momento dado resultaría decisivo— del entonces todavía estudiante de cine Paulo Rocha.
A falta de algo mejor, la obra de Campos acabó siendo archivada como documental etnográfico, lo que, no siendo mentira —él constituye uno de los pocos cineastas que se adentran en las costumbres y formas de vida centenarias de los portugueses—, no se corresponde del todo con la verdad. Cineasta sin «escuela», Campos inventó la suya propia. No hay en esta obra ni en su modus operandi vínculos evidentes siquiera con la práctica del documental portugués vanguardista de finales de los años veinte y treinta. Son en realidad ficciones —en contra de lo que dicen los diccionarios chapuceros— dos de las cuatro primeras obras de Campos, Um Tesouro (1958) y O Senhor (1959), ambas adaptadas de cuentos, la primera de Loureiro Botas, escritor de Vieira de Leiria, la segunda de Miguel Torga, autor también dedicado a los valores ancestrales de la tierra y al trabajo rural.
Rodada con actores aficionados del Teatro do Grupo Miguel Leitão, en 8 mm y sin sonido, O Senhor es un caso extremo de la perseverancia y el talento innato e inexplicable de António Campos. La historia de esta película es muy sencilla: a punto de dar a luz, la mujer de un molinero se retuerce de dolor, lo que lleva a su marido a buscar ayuda en la aldea más cercana, donde es auxiliado por el cura, dada la ausencia del médico. Y, sin embargo, son quince minutos de cine rigurosamente planificados y encuadrados. El montaje se acerca a la fuerza del cine soviético, en especial de las primeras películas de Dovjenko, transformando el sufrimiento del parto, el inminente nacimiento del bebé y la carrera contrarreloj del molinero en una experiencia de suspense angustiante. Campos también consigue rechazar cualquier atisbo del ruralismo folclórico que era por entonces norma vigente en el cine portugués de los años cincuenta. Su enfoque es temerario, antinaturalista, dramáticamente consistente. Y, como escribió Manuela Penafria en su monografía O Paradigma do Documentário, hay aquí «una focalización en el universo femenino y el mismo arraigo en la vida de las gentes del pueblo […], la mujer-madre como personaje central y aglutinador de toda la acción». Esta figura femenina acompañaría a Campos hasta sus últimas películas, Terra Fria (1992) y A Tremonha de Cristal (1993).
Hay que destacar también la originalidad de A Invenção do Amor (1965), basada en un poema homónimo de Daniel Filipe. La película acompaña a dos amantes acosados que, a causa de la invención del título, son perseguidos por una sociedad opresiva en una ciudad de arquitectura modernista nunca nombrada. La banda sonora recurre a la música concreta y electrónica, algo que ya había seducido a Oliveira en su corto A Caça. A Invenção do Amor es una alegoría del Estado Nuevo y de la dictadura sin parangón en el cine portugués, hasta el punto de que el cineasta, para protegerse de persecuciones políticas, decidió suspender su exhibición. Elogiada por Paulo Rocha, que vio en ella la «única película surrealista portuguesa», constituye la prueba de que la filmografía de Campos nunca dejó de soñar con la ficción.
UN CINE DE SALVAMENTO
António Campos no posee el lirismo de un Vittorio De Seta ni el delirio desbordante de un Jean Rouch, contemporáneos suyos. Pero el respeto ético y la integridad intelectual de su obra, el hecho de que supiera situarse a la altura exacta de las personas a las que filma, su mirada minuciosa, extremadamente atenta a cada gesto y a cada detalle, hicieron de él un cineasta mayor. Siempre antepuso el instinto a la teoría. Hombre modesto, acostumbrado a trabajar solo, mantuvo su «firma de autor» en un segundo plano. Esta no fue la menor de sus cualidades. No cultivó nada que pudiera parecerse a una «imagen de marca». No se vendía ni sabía venderse. Todo ello contribuyó también a su alejamiento del cine oficial y honorífico, así como de ciertos círculos de influencia artística que lo ignoraban. Pero Campos sorteó con humildad y valentía este olvido cuando por fin dejó el río Lis de su infancia y se hizo a la carretera: no era Lisboa ni Oporto lo que le interesaba, sino el norte rural o el sur pesquero, el oeste atlántico o el nordeste montañoso. Sus películas se exhibían tímidamente en Portugal, casi siempre en sesiones esporádicas. Y no fue hasta 1994, casi cuatro décadas después de su primera película, cuando esta obra resultó homenajeada con la debida consideración, en el Festival de La Rochelle, gracias a la intervención del crítico Jean-Loup Passek, a lo que siguió la retrospectiva de la Cinemateca Portuguesa en el año 2000, uno después de la muerte del cineasta.
Es inestimable el valor de A Almadraba Atuneira (1961), una de las grandes películas portuguesas de su década. Vincula umbilicalmente a Campos a la práctica documental con la que se hizo un nombre y, no menos importante, lo vincula a una ruralidad en vías de extinción que el cineasta seguiría persiguiendo. Ya en la época de Um Tesouro Campos había dejado constancia de una comunidad pesquera que desaparecería poco después debido a inclemencias varias, naturales y sociales. Lo mismo ocurriría con A Almadraba Atuneira, que registra para la posteridad, en el verano de 1961, en la entonces llamada Ilha da Abóbora (hoy Ilha de Cabanas), frente a Conceição de Tavira, en el Algarve, la que sería la última compañía de pesca de atún en el campamento que el mar destruiría el invierno siguiente. Fue la primera película de Campos rodada en 16 mm, con una cámara prestada, y constituye un portento cinematográfico, que nos traslada, con un toque de elevación y melancolía, a la vida de los pescadores, a los rituales de la faena, hasta la matanza final, exponente de la dramatización acompañado por La consagración de la primavera, de Stravinsky.
Vilarinho das Furnas (1971), rodada en el municipio de Terras de Bouro (Minho), es una película mucho más compleja en términos de producción, rodaje y duración y también en el plano político, que fija definitivamente el cine de Campos a una idea de cine de salvamento. Es Paulo Rocha quien le sugiere a Campos filmar los días que le quedan a una aldea con muerte anunciada, condenada a desaparecer bajo las aguas de una nueva presa en construcción. Y es sin imponer ningún punto de vista doctrinal, rechazando también la facilidad del comentario o del oráculo, como Campos parte hacia Vilarinho en busca de una total complicidad con sus habitantes, dispuesto a filmar un presente que tiene los días contados. El cineasta se impone entonces la norma de querer vivir, comportarse e incluso hablar con los modos de los habitantes de la aldea. Se enfrenta a la desconfianza generalizada de la población, que lo ve como un probable espía de la empresa expropiadora (Hidro-Eléctrica do Cávado). Obligado a trabajar con cautela y a filmar a distancia, ya que la confianza se ganaba o se perdía día a día, Campos pasará dieciocho meses en el pueblo, en una «inmersión» devota y tal vez solo comparable al trabajo del documentalista japonés Shinsuke Ogawa en el colectivo Ogawa Pro. Campos llega a Vilarinho en medio de un enfrentamiento político de David contra Goliat. Los habitantes son pobres, van a perder sus casas y una vida de trabajo, luchan contra las miserables indemnizaciones del poder político y económico, simbolizado por la visita a la aldea de un gobernador que viene a repartir promesas. Y, si la imagen fija el presente, es a través de la banda sonora como la película «viaja en el tiempo», mediante la voz en off del aldeano al que Campos otorga el papel de narrador del filme; es decir: la historia de un lugar, de una comunidad, seguida de la amenaza de su extinción. Vilarinho das Furnas cartografía exhaustivamente ese espacio y ese tiempo, los enmarca en el problema social que está en juego, hasta asociarse implícitamente con el destino de ese pueblo y su impotencia. No habla solo de esa aldea, sino de todas las del mundo que han llegado al mismo callejón sin salida.
António Campos realizaría otro largometraje documental antes de la Revolución de Abril de 1974, Falamos de Río de Onor, rodado entre 1972 y 1973, pero que solo se proyectó tras el fin de la dictadura. El método de trabajo y el enfoque cinematográfico no difieren mucho de lo ya visto en Vilarinho das Furnas. Hay un mayor sincronismo, en determinados momentos (la homilía del cura de la aldea, por ejemplo), entre banda de imagen y banda sonora, aunque estas sigan funcionando como pistas independientes en gran parte de la obra. Si la imagen se centra en gestos cotidianos y descripciones pictóricas, es a través del sonido como la narración vuelve a avanzar, ora dando la palabra a los habitantes de Rio de Onor, ora reproduciendo textos extraídos del libro Rio de Onor: Comunitarismo Agro-Pastoril, del etnólogo Jorge Dias. Uno alberga la sensación, sin embargo, de que Campos tuvo aquí una tranquilidad que no encontró en su anterior película y que le permitió alternar momentos de observación con otros de contemplación, pasando con frecuencia del plano general al primer plano (la fabulosa secuencia del nacimiento del ternero y la mirada atónita del pequeño), en un conjunto más telúrico, con evidentes toques de lirismo. Este aspecto también se destaca con la presencia del color en la película en 16 mm de Falamos de Rio de Onor. Campos ya había experimentado con el color en los diez minutos del cortometraje mudo Retratos dos das Margens do Rio Lis, encargado por la Comisión de Turismo de Leiria, en 1965. No había contado todavía con la preciosa colaboración del gran director de fotografía portugués Acácio de Almeida, quien a partir de Falamos de Rio de Onor estaría presente, incluso como productor (Terra Fria), en prácticamente todas las películas siguientes de Campos. Falamos de Rio de Onor no es una obra menos pesimista que las anteriores, ni está menos atormentada por la muerte. La película comienza, de hecho, con un toque de difuntos y un viaje al cementerio («Están presentes las familias de los muertos y las viudas de los vivos…»). También aquí se habla de un pasado amenazado por el futuro, ante la ambigüedad del discurso del sacerdote, que reclama la vuelta a las tradiciones, y el poder de la Iglesia que él representa. Se dice que los hombres se han ido; se han quedado las mujeres y los niños. Y el problema es considerable, pues se percibe que esa aldea aislada, pegada a la frontera española, está amenazada por la cuestión de la emigración, tema al que Campos volverá en el largometraje siguiente. Falamos de Rio de Onor es también la película en la que el propio Campos se expone (en los créditos finales), por primera vez, cara a cara, ante su público. Y la película termina con el fotograma congelado de un niño que, por su expresión, parece lanzarle al espectador todas las preguntas, recordando al niño que también cerraba la película de los retratos de Lis y que arrancaba las hojas de una rama de olivo.
Este ciclo del Play-Doc concluye con la sublime Gente da Praia da Vieira, que guarda una relación directa con el corto A Festa, ambos de 1975. Estas son las primeras películas de Campos en el Portugal democrático. Y por primera vez consigue el realizador una subvención estatal del Instituto Português de Cinema. A sus 53 años, Campos siente la necesidad de hacer balance de su insólita trayectoria, mirando a ese espejo retrovisor con su habitual franqueza. Campos sabe que está rodando un Portugal nuevo. Pero su país cinematográfico sigue siendo el mismo, en armonía con los movimientos de un mundo que conoce a la perfección. Gente da Praia da Vieira es una película de afinidades y de reencuentros con lugares (Vieira de Leiria y Escaroupim), personas y películas pasados. Documenta y ficcionaliza al mismo tiempo esa playa de la infancia y las dificultades para sobrevivir de las personas que él ha elegido como protagonistas. Y es, una vez más, una película de confrontación con el presente y sus contradicciones, libre de las cartillas de una militancia política que, por razones comprensibles, se había convertido en la norma dominante del cine portugués en 1975. Sucede que Campos, antes de la revolución y antes de la militancia, ya estaba allí donde siempre estuvo y de donde nunca quiso salir: en el campo, junto a los desfavorecidos, en el Portugal profundo que ahora buscaban las cooperativas cinematográficas del período revolucionario. Gente da Praia da Vieira goza de una asombrosa libertad de movimientos; comenta su proceso de realización, comentando al mismo tiempo toda una obra. Se anticipa en décadas a algunas prácticas recientes del cine contemporáneo que quisieron ser tomadas como novedad cuando, en realidad, hacía tiempo que estaban inventadas.
El cine de António Campos fue durante demasiado tiempo un privilegio para unos happy few. Por desgracia, así ha seguido siendo en los más de veinte años transcurridos desde su muerte. Con las restauraciones ultimadas por la Cinemateca Portuguesa, ahora se mostrará en todo su esplendor, como nunca antes se había visto. Ha llegado el momento de compartir este legado. / Francisco Ferreira