Empecemos por un film temprano e importante.
Perpetuum Mobile arranca con el lento desplazamiento de una anciana. Mientras canta se mueve lentamente; va del living a la cama. Pereda, después, elige dejarla en un radical fuera de campo hasta casi el desenlace, donde su regreso precipitará un nuevo movimiento para sus dos personajes centrales, a las afueras del Distrito Federal. Entre ese comienzo y el periplo ritual y ceremonial con el que termina la película, Pereda centra su relato en un joven llamado Gabino (Gabino Rodríguez, su actor fetiche, que aparece en todas sus películas) y su madre.
Hay una escena misteriosa y filosóficamente relevante: hacia al final, la novia de Gabino se subirá a su camión. Unos segundos después, la misma escena se repite sin explicaciones. No es una escena esencial para el relato, pero sí lo es desde un punto de vista filosófico y estético.
Perpetuum Mobile, como toda la obra de Pereda, no es otra cosa que un retrato y una exploración de la repetición.
Como sucedía en
Juntos, una película menos concesiva y más minimalista en un sentido estricto, Pereda apuesta a una ruptura de la repetición, o mejor dicho, a identificar el momento de la diferencia en un ciclo constante sin variaciones. Esta deriva en el juego de la repetición está signada aquí por un viaje, una salida hacia lo abierto, la naturaleza. Es un modo espacial de romper con un círculo y un encierro. Y como en
Juntos, cuando los jóvenes buscaban en el bosque a una mascota perdida, el director consigue transmitir una cierta serenidad sonora y un descanso visual sustituyendo una geografía urbana por un escenario natural.
Todo, en fin, el silencio lo ocupaba, en principio, es algo completamente distinto. El mismo director se encargó de aclarar que su película intentaba ser una alternativa al tradicional “detrás de escena”. Así justificaba la preeminencia de planos largos, que le parecían mucho más adecuados para mostrar cómo se hace una película, aunque su propio filme, en verdad, se circunscribe a algunas escenas interpretadas por la reconocida actriz, activista, performer y escritora Jesusa Rodríguez, que encarna a Sor Juana Inés de la Cruz en la obra de teatro
Primero sueño, puesta en abismo.
Rodada en blanco y negro,
Todo, en fin, el silencio lo ocupaba es por momentos magistral: el cuadro suele permanecer oscuro y es la luz la que irrumpe como un invasor. Se trata de una modalidad pocas veces explorada en el cine, donde casi siempre prevalece un motivo apolíneo, solar, lumínico. Pereda invierte el procedimiento: el plano nace oscuro y la luz conquista de a poco la superficie y el perímetro del plano.
Todo, en fin, el silencio lo ocupaba es una gran película sobre gente trabajando en equipo que sigue un plan muy bien concebido, lo que no impide que la irrupción de una azarosa tormenta se transforme en el gran evento del filme, su instante de esplendor. En efecto, los planos finales sobre la lluvia son literalmente admirables y hermosos; el blanco y negro, misteriosamente, parece reinventarse en un color todavía innombrable, lejos del alcance de un léxico que nombra los colores y los vincula con objetos o fenómenos.
Después vinieron tres filmes:
Verano de Goliat,
Los mejores temas y
Matar extraños. Se ha escrito mucho sobre
Verano de Goliat, acaso la mejor película de Pereda. ¿Qué decir, que cuenta con el mejor inicio de todos sus filmes? La gran anomalía del filme, la misteriosa novedad, pasaba por el devenir animal de uno de los personajes. ¿Se trataba de un anuncio, un signo del porvenir? En ese filme, Pereda alcanzaba su madurez y su sistema conquistaba su perfección. ¿Cómo seguir? En principio, despidiéndose de un universo y sus criaturas.
Es por eso que habría que pensar a
Los mejores temas como una película de deconstrucción y clausura. Todas las obsesiones están presentes: los lazos familiares imperfectos y desorganizados se profundizan con la llegada del padre ausente de Gabino. El desorden afectivo es palpable, pero su lectura y representación aluden a un lado inesperadamente cómico. Es una comicidad dolorosa, seca e incómoda, pero propia de una idionsincracia en donde nada parece arraigarse del todo en el mundo; vivir es un gag, el que, lógicamente, se repite. Eso no implica que no existan preocupaciones económicas y proyectos comerciales destinados a contrarrestar la carencia, pero vender productos para el bienestar corporal o música grabada no resultan maniobras destinadas al enriquecimiento. La precariedad afectiva tiene siempre un correlato material, el despojo económico, más fruto del capricho, la indolencia y la irresponsabilidad. El gag tiene un costo.
Por eso la película respira por unos minutos cuando sus personajes principales salen de su encierro infinito. El agotamiento espiritual se conjura por unos instantes. Es un tiempo breve, y esa llegada al lago, a lo abierto, vuelve a repetirse tanto como una necesidad estructural de las películas de Pereda como de los propios personajes que las habitan (el sostenido plano en profundidad de campo elegido para mostrar ese paseo fugaz en la naturaleza, es de una precisión y fineza admirable, cine del mejor). El resto es y será repetición sin diferencia, incluso si cambian los roles o un padre falso es sustituido por otro verdadero.
Los primeros cinco minutos de
Matar extraños (film codirigido con Jacob Schulsinger) son formidables: una mujer postula una concepción moderna de la Historia y de la revolución, y el discreto saber de los agentes en la experiencia revolucionaria. Quienes están escribiendo la Historia podrán imaginar su derrotero y proyectar fantasías personales y colectivas pero siempre deben aprender a convivir con lo incierto e indeterminado. A continuación, un hombre mira fijamente a cámara repitiendo la tesis de la mujer. Luego, algunos planos generales sobre unos edificios propios de un escenario pretérito, que remiten tanto al western como a la reconstrucción edilicia de México en 1910, se intercalan con los interiores de una casa de nuestro tiempo.
La repetición será un patrón del film (como en todo el cine de Pereda); la representación (teatral y política) como operación intelectual y dramática, un dilema a resolver; la discontinuidad y continuidad entre distintos tiempos históricos, una inquietud pragmática.
¿Cómo serán las próximas películas de Nicolás Pereda? ¿Serán westerns? ¿Filmará el malestar en clave política? ¿Hará ciencia ficción? Después de un primer estadio excepcional su carrera empieza a perfilarse hacia otros confines. Repetición y diferencia. Es lógico que su última película haya sido un trabajo con un otro. El otro es el que llama y reclama por la diferencia. Lo que viene es sencillo y también una encrucijada. Se tratará de una invención, o más bien de un hallazgo de otro Pereda en el propio Pereda, y repetir de ahí en adelante los nuevos temas del cine de Nicolás Pereda.
He aquí una primera respuesta: el cine de Pereda está pasando por un período de transición.
Los mejores temas fue probablemente una despedida consciente de un sistema de representación cinematográfica.
Matar extraños resultó una enigmática primera prueba.
El palacio es otro intento de renovación, una tentativa. Ambas películas presentan una novedad: un corrimiento de la esfera familiar y doméstica a un espacio público y político. La revolución como concepto articulaba
Matar extraños; en este enigmático film la microfísica del poder lo envuelve todo.
El plano general de apertura es genial. Las diecisiete mujeres que protagonizan el film se lavan los dientes al unísono. Hay niñas, jóvenes y viejas; no es un baño el lugar elegido sino un patio con piletones. La actividad las iguala, a pesar de sus disímiles experiencias y, eventualmente, sus funciones. ¿Dónde están? Por varios minutos lo único que se verá son acciones de limpieza realizadas por algunas de estas mujeres. Todo sucede en una vieja casa, sin especificaciones de dónde se sitúa. Abstracción y cotidianidad. Pereda es capaz de filmar el acto de colgar ropa y tender una cama como si se tratara de un acontecimiento estético.
Un burro merodea e impone momentáneamente un signo cómico. Pero es un burro, un animal de servidumbre. Y el título habla de un palacio. Las mujeres pueden ser vistas como un ejército de reserva. ¿Se están entrenando? La puesta en escena aprovecha el fuera de campo. Lo que no se ve es el poder, pero actúa (en el film) y se lo escucha. El poder pregunta, asigna un salario, determina los horarios, exige puntualidad y flexibilidad. Pereda invisibiliza al patrón, pero lo introduce en el fuera de campo de las entrevistas (una característica de su poética) mediante las cuales el empleador se cerciora de las virtudes de sus posibles empleados.
Y como si todo esto fuera poco, hay un plano esplendoroso sobre la solidaridad de las trabajadoras. El extenso abrazo entre dos mujeres no tiene precio.
Hace un tiempo vive en Canadá, pero solamente filma en México. Sin filiaciones precisas y sin epígonos que puedan emularlo, Nicolás Pereda es la silenciosa singularidad del cine mexicano.