Ser un Mensch
Por Olaf Möller
Ya desde el principio, a Manfred Kirchheimer se lo reconoció como destacado cineasta. Y, sin embargo, a lo largo de una carrera profesional que ahora fácilmente abarca seis décadas, nunca ha tenido valedor, ni se ha cultivado el estudio de su obra, ni su nombre ha alcanzado altas cotas, ni ha sido un autor cuyo último trabajo se esperase siempre con ansia.
Los motivos son varios y tienen que ver con la escasa frecuencia de su producción, así como con la duración de algunas de sus obras, que ha dificultado su distribución o programación dentro de las estructuras convencionales. Sin embargo, la razón más importante probablemente radique en que el cine de Kirchheimer nunca ha estado de moda en lo que a estilo se refiere. Cuando en 1963 hizo su debut con Colossus on the River, causaba furor el cine directo; una estética y una política de imágenes y sonidos que a él no le daban ninguna esperanza. Para expresarlo con términos ligeramente polémicos: el cine directo trata por entero de la sociedad como espectáculo, un juego de mentalidad liberal cuyo resultado puede variar de tanto en tanto, pero no las reglas, mientras que para Kirchheimer los afanes humanos, la humanidad en sí misma, no son sino pasajeros, como puede verse, por cierto, en Claw. A Fable (1968) o en Up the Lazy River (2020), por ejemplo. Nueva York se muestra casi en un proceso de crecimiento que transforma los bosques primigenios en una «ciudad situada en la cima de un monte», cuyo futuro como ruina invadida por las hierbas, helechos y árboles ya resulta visible para el ojo de un observador curioso. La referencia bíblica es acertada, pues a Kirchheimer le encanta mostrar la arquitectura más antigua de Nueva York de una forma que subraye sus semejanzas con esas catedrales góticas habitadas por infinidad de gárgolas, recordatorios ellas de la invariable naturaleza de la gloria y la miseria humanas para aquellos que le presten atención a su pétreo silencio omnisciente.
A Kirchheimer le encanta la grandiosidad, tal vez porque la crean esos diminutos seres llamados humanos. Colossus on the River constituye casi un ensayo sobre esa particular relación: el SS United States —el mayor trasatlántico construido en EE. UU., así como el buque más rápido del mundo entre los de su clase— entra en el puerto de Nueva York guiado por las maniobras de un piloto que está al mando de un puñado de remolcadores. El contraste resulta asombroso: un hombre capaz de leer el lenguaje de las nubes y las olas dirige un grupo de pequeñas embarcaciones para que efectúen movimientos minúsculos, con precaución pero también con decisión, que van a salvaguardar la seguridad y la integridad de un Behemot de acero y de los miles de personas que han hecho de él su hogar temporal, y todo ello bajo la mirada vigilante de su padre intelectual, el arquitecto naval William Francis Gibbs, quien, según afirman las crónicas, siempre está ahí cuando el barco llega a casa. La arribada de un buque de pasajeros después de una travesía atlántica todavía constituía una vista que a los neoyorquinos de aquella época les parecía bastante normal; y, sin embargo, ya se las veían venir: tal modo de viajar no va a ser propio de este mundo durante mucho más tiempo. Seis años después de que se hiciera la película, el SS United States fue retirado del servicio tras su cuadringentésima travesía. Para entonces, los viajes por aire habían tomado el relevo. Es difícil no leer significados más profundos en todo esto, como puede ser el colapso del poder y la influencia de EE. UU. en el mundo: hacia finales de 1963, el presidente Kennedy será objeto de un magnicidio, en tanto que la guerra de Vietnam se recrudece sin cesar. La que tal vez constituya la toma más sobrecogedora de la película muestra a un marinero negro recortándose contra una gigantesca bandera de barras y estrellas que ondea al viento: un último saludo a un imperio que se derrumba.
¿Kirchheimer llegó a los Estados Unidos a bordo de un buque como el SS United States? Tras su nacimiento en Saarbrücken en 1931, su familia abandonó el Reich alemán en 1936, cuando quedó patente, y cómo, lo muy en serio que se tomaba el partido dirigente, el nazi, su política de subyugación de los ciudadanos judíos de la nación, a saber: los pabellones de exterminio. ¿También se las veían venir? Así fue como los Kirchheimer hicieron de Nueva York su nuevo hogar. ¿Cuánto de Saarbrücken siguió vivo en Manfred Kirchheimer? ¿Cuánto recuerda él de sus primeros años en ese otro país?
En Nueva York Kirchheimer asistió al colegio y después también a la universidad, donde su mentor fue otro refugiado alemán: el pionero del dadaísmo y axioma de la animación abstracta Hans Richter, quien fundó el Institute of Film Techniques (Instituto de Técnicas Cinematográficas) del City College. Si bien Richter constituyó, sin duda, una figura de relevancia para Kirchheimer, porque fue él quien lo encaminó, es probable que la experiencia práctica que adquirió al trabajar con Leo Hurwitz en la década de 1960 resultase más importante para su ejercer cinematográfico. Ciertamente, el Essay on Death: A Memorial to John F. Kennedy (1964) de Hurwitz refleja una honda afinidad entre ambos en la manera en que se muestra y se dramatiza la naturaleza, y en cómo se subraya la evanescencia de la vida mediante la presencia de formas gargolescas y obras de arte como la escultura de 1953 Variaciones en una esfera, núm. 10: el sol, de Richard Lippold, a los que les dedicarían un filme propio dos años después. Ellos, como corresponsables, figuran entre docenas de personas más, en su mayoría destacadas figuras de la vanguardia, en la larga nómina de contribuyentes al monumento de propaganda política For Life, Against the War, de 1967.
Al año siguiente tendría lugar el estreno de Claw. A Fable (codirector: Walter Hess), la cinta que consolidaría el modo de expresión más celebrado de Kirchheimer: la coreografía sinfónica de imágenes y sonidos, que también caracteriza Bridge High (1975; codirector: Walter Hess), Stations of the Elevated (1980), algunos capítulos de Tall: The American Skyscraper and Louis Sullivan (2004) y Art Is… The Permanent Revolution (2012), y más adelante, otra vez, la totalidad de Dreams of a City (2018), Free Time (2019), Up the Lazy River y One More Time (2021), de las cuales las cuatro últimas se realizaron, en buena medida, con material procedente de sus primeros trabajos y tomas. Aquí Kirchheimer se establece como heredero de nombres como Walter Ruttmann, Albrecth Viktor Blum o la familia Kaufman en su diversidad estética, y simultáneamente va uno o dos pasos por delante de todos ellos al convertir el tiempo, considerado a escala épica, en el objeto de sus montajes, que a veces adopta la forma del movimiento, antes descrito, que discurre de lo antediluviano a la alta modernidad y que otras veces cristaliza en algo tan básico pero fundamental como los trenes cubiertos de pintadas que avanzan por la vastedad urbana como signos de los tiempos que están por llegar. En este punto, literalmente, uno se las ve venir. En sus obras más recientes, el tiempo como objeto está arraigado en la textura de las propias imágenes, igual que en las modas de las épocas o en los edificios que ahora uno sabe que ya son cosa del pasado. Esta modalidad, con unos paisajes sonoros cuidadosamente elaborados y una imaginería espectacular que muestra con orgullo la fascinación de Kirchheimer por la gloria gráfica del arte impreso, es lo que más se acerca a lo que se denomina cine puro.
Dicho esto, podría afirmarse que las obras más ricas de Kirchheimer son las de mayor complejidad formal, lo cual siempre significa que, en alguna medida, efectivamente emplean el lenguaje de manera fértil y evocadora, empezando por Colossus on the River, siguiendo con su magnum opus We Were So Beloved (1986) y llegando por fin a Tall: The American Skyscraper and Louis Sullivan y Art Is… The Permanent Revolution. Pero atención: estas no son las únicas cintas del autor en las que se trabaja con las palabras. Así, Daughters (2020), por ejemplo, no está constituida por casi nada más que palabras, mientras que su solitaria incursión en la ficción, Short Circuit (1973), posee mucho diálogo, aunque vaya encaminado hacia una larga secuencia de montaje que tiene lugar en la mente del protagonista y en la que se recurre casi exclusivamente a sonidos e imágenes para insinuar unas preocupaciones y una paranoia que van en aumento: su racismo burgués.
Lo cual la conecta, de forma precaria pero íntima, con We Were So Beloved, retrato de la comunidad de refugiados judíos de Washington Heights, en el extremo de Manhattan; el mundo de la familia de Kirchheimer, cuyos recuerdos y pareceres constituyen el núcleo de la cinta. Aquí casi todos han perdido a algún pariente a manos de la máquina nazi de la muerte; algunos incluso han sobrevivido a la deportación a un campo de exterminio. Pero, como Kirchheimer tiene que descubrir, haber escapado a una de las mayores atrocidades del siglo XX no le dio a todo el mundo una lección de humildad que lo hiciese mejor ser humano; los prejuicios, por ejemplo, siguen ahí, y los negros del vecino Harlem a veces son percibidos de una forma no muy distinta de como se veía en Alemania a los judíos polacos y rusos (después soviéticos) durante las décadas de 1910, 1920 y 1930: atrasados, pobres o ambas cosas, y por eso mismo una amenaza a su propia posición en la sociedad, es como sienten (aún) que los percibe la mayoría de los goyim. En muchos sentidos, siguen siendo los que siempre han sido; la historia apenas los ha tocado. Y, como apunta con brutalidad Short Circuit, que puede interpretarse como un retrato tácito, en gris y negro, del propio Kirchheimer: incluso el intento de salvar la brecha, el intento de superar las divisiones de clase y raza, puede ser percibido como algo condescendiente por aquellos que tal intentan. Lo único que le queda a uno por hacer es apuntarse a los actos de solidaridad y apoyo y tragarse la oscuridad que lleva dentro, íntegra y completamente, ya que, al final, esta no es más que otra forma de autoodio y autocompasión, y también de orgullo, emociones que nunca han ayudado a nadie. Encaja, pues, que Kirchheimer no descubriese hasta acabar We Were So Beloved que algunas cosas eran más complicadas de lo que contaban sus entrevistados. En una escena que se ha citado con mucha frecuencia, su padre dice que probablemente no habría salvado a nadie, porque se tenía por cobarde; no fue hasta más adelante cuando Kirchheimer se enteró de que su progenitor sí había dado refugio para pasar la noche a otro judío escapado, y obviamente creía que eso no había sido nada, lo que da una idea de lo que significaba el valor para este hombre en concreto: mucho. Adviértase que Kirchheimer nunca hace un Lanzmann o un Ophüls a la hora de presentar su familia en particular y la comunidad de Washington Heights en general: puede que les dé voz a sus propias opiniones y pensamientos, y hacia el final de la cinta, en efecto, resume sus apreciaciones, pero nunca adopta una actitud abiertamente sentenciosa. Aunque pueda detectar algunas verdades con mayúscula, es demasiado humilde y generoso, demasiado Mensch, para condenar a los demás. Y, al tiempo que expresa su desdén por todos los alemanes que colaboraron con los nazis, aunque fuera solo con su pasividad, deja hablar a varios estadounidenses de su misma edad acerca de la historia de persecuciones que tiene este país, y de cómo sus ciudadanos, demasiado a menudo, no estuvieron a la altura en circunstancias mucho menos terroríficas.
Los humanos son mayormente débiles; y, con todo, en cuanto colectivo muy bien pueden desafiar su insignificancia para crear cultura y progreso, para crecer más allá de las fronteras del uno, para afirmar un dominio sobre los territorios del espíritu y el alma que sus ancestros a menudo habrían sido incapaces de concebir. A escala formal, Tall: The American Skyscraper and Louis Sullivan y Art Is… The Permanent Revolution podrían constituir unos logros más refinados, dotados de múltiples capas y siempre sorprendentes, pero, en lo que al espíritu humano se refiere, pocos han visto nunca en él más grandeza que este autor en We Were So Beloved.
Colossus on the River
Las mareas, los cambios de viento y las contracorrientes, convierten el amarre de un gigantesco transatlántico en una serie de complicadas maniobras. Esta exuberante película muestra la destreza y la delicadeza necesarias para atracar el legendario buque mercante SS United States en el puerto de la ciudad de Nueva York.
Claw
Mientras una máquina terrorífica derriba edificios hasta reducirlos a escombros, este documental poético examina los efectos negativos de la renovación y la demolición urbanas. En las construcciones antiguas, los relieves de piedra de apariencia humana observan cómo la ciudad es alterada por estas grandes máquinas, que acabarán por destruirlos también a ellos.
Short Circuit
En su apartamento, en la esquina de la calle 101 y Broadway, un cineasta comienza a cuestionarse las interacciones entre la familia blanca y los empleados negros con los que se relaciona día a día. Esta inclasificable obra maestra, la única película semi-narrativa de Kirchheimer, debería estar considerada como una película de referencia por derecho propio, si no fuera porque desde que se realizó haya sido prácticamente imposible verla.
Bridge High
Bridge High es un pasaje evocador a través de un puente colgante. Yendo desde el campo hacia la ciudad, esta película expande el minuto y medio que se tarda en atravesar el puente a coche, convirtiéndolo en un viaje de nueve minutos y medio; una danza eufórica, una coreografía de vigas, cables y arcos.
Stations of the Elevated
Stations of the Elevated es una sinfonía urbana de 45 minutos, dirigida, producida y editada por Manfred Kirchheimer. Filmada en suntuosa película de 16mm reversible, este film entreteje vividas imágenes de trenes cubiertos de grafitis atravesando el áspero paisaje del Nueva York de los setenta, con una banda sonora que combina los ruidos de la ciudad con el jazz y el gospel de Charles Mingus y Aretha Frankiln. Deslizándose entre el South Bronx, Brooklyn, Queens y Manhattan –haciendo un desvío por la penitenciaria al norte del estado– Stations of the Elevated es un retrato impresionista y un tributo a una Nueva York desaparecida hace ya mucho tiempo.
We Were So Beloved
Entre 1933 y 1941 miles de judíos procedentes de Alemania y Austria huyeron del nazismo y se instalaron en los Estados Unidos. Más de 20.000 de ellos se reunieron en el barrio de Washington Heights de la ciudad de Nueva York, dejando atrás hermanos, hermanas, padres y madres. Washington Heights se convirtió así en una comunidad de judíos alemanes al que sus habitantes apodaron el Cuarto Reich o el Frankfurt del Hudson. We Were So Beloved indaga en las consecuencias emocionales y filosóficas de esta comunidad, resultado de su condición de supervivientes.
TALL: The American Skyscraper and Louis Sullivan
TALL es la historia del ascenso imparable de los rascacielos que comienza en 1869, en las ciudades de Nueva York y Chicago. Ascensores, acero y electricidad se combinan para crear un frenesí de edificios cada vez más y más altos. Rivales irreconciliables compiten por favores, dinero y poder. El enfrentamiento definitivo entre los arquitectos Louis Sullivan y Daniel Burnham, –entre la integridad y la vivienda–, cambiarán el futuro para siempre, moldeando los horizontes de las ciudades modernas alrededor del mundo.
Dream of a City
Esta sorprendente película está compuesta por deslumbrantes imágenes en blanco y negro de sitios de construcción, de la vida en la ciudad y del tráfico portuario. Filmadas por Kirchheimer y su viejo amigo Walter Hess entre 1958 y 1960 y con música de Shostakovich y Debussy, Dream of a City es como una señal preciosa y caprichosa recibida sesenta años después de su transmisión.
Free Time
Free Time es un canto a aquellos tiempos pasados más sencillos, a los hermosos barrios de antaño de la ciudad de Nueva York, y a la forma en la que las personas solían pasar su tiempo libre.
One More Time
Coda al tríptico que ofrece una gloriosa mirada final al singular archivo de secuencias rodadas a lo largo de décadas en la ciudad de Nueva York y sus alrededores. Una combinación de imágenes en blanco y negro y en color, ninguna de ellas vista hasta ahora, que datan de la época de las primeras tomas del autor y llegan hasta Stations of the Elevated. La intercalación de los materiales, separados entre sí por varios años, no solo sirve de comparación entre la Nueva York de antes y la de ahora, sino que también constituye un recuerdo asociativo libre que es típico de cualquiera que haya pasado la vida andando por las mismas calles, viendo cambiar el mundo a su alrededor y encontrándose con que cada esquina y cada edificio le traen a la memoria algo que tenía medio olvidado.
Up the Lazy River
Elaborada a partir de la interminable serie de imágenes que Kirchheimer y Walter Hess filmaron en una Bolex en 16 mm, Up the Lazy River es la conclusión del tríptico iniciado con Dream of a City y Free Time. Desde un principio consistente en un emparejamiento de imágenes de rocas plantadas en pleno paisaje urbano y de otras ubicadas fuera de la ciudad, empieza a formarse la conexión entre la belleza de la urbe y el mundo natural. Por encima hay modernos rascacielos y, por debajo, coches de caballos. La cinta está llena de motivos que Kirchheimer ha hecho suyos: la cámara que se desplaza majestuosa entre los edificios, apuntando al cielo, con la luz reflejándose en los cristales, filmando el frente de los establecimientos comerciales y la vida diaria según recorre las calles, siempre con una asombrosa capacidad que le permite captar pequeños momentos entre vecinos y los rostros de una metrópolis, para llegar a su culmen con el extático son de Louis Prima y los tranquilos sonidos del río. Miren con atención: alcanzarán incluso a ver fugazmente al propio Manny.